¿Por qué no es suficiente con cambiar nuestro estilo de liderazgo?

Cuando empecé en esta profesión, el 99% de los puestos de responsabilidad en las empresas, estaban ocupados por hombres.

Por aquel entonces, aunque España bebía de las ideas sobre el liderazgo que llegaban del otro lado del Atlántico, muchos profesionales mantenían ese estilo tan “varonil” según el cual, para que te respetaran, tenías que entrar en la planta de producción alzando bien la voz, o sea, gritando. Y a poder ser, pateando todas las cajas que encontraras por el camino.

Para alguien como yo: consultora, mujer y recién pasada la veintena, resultaba un poco abrumador. Si no gritaban, ostentaban su poder con trajes muy serios y corbatas impecables. Todos me superaban en edad y, por lo tanto, me miraban con cierta condescendencia. En parte no les faltaba razón, yo apenas tenía experiencia. Pero no tardé en darme cuenta de que toda esa parafernalia, y esos aspavientos, tenían mucho de fachada y poco de fondo. Pronto dejaron de impresionarme los altos cargos y las jerarquías. Y empecé a mirarlos como lo que eran. Personas.

Eso ocurría a finales del siglo pasado y ha llovido mucho desde entonces.

Hoy, la mayoría de mis clientes tienen equipos de dirección compuestos por tantos hombres como mujeres (algunos incluso con más mujeres que hombres).  Y su estilo de liderazgo ha cambiado completamente.

Digo una obviedad si planteo que, actualmente, todo profesional en un puesto de dirección sabe que, ganarse la autoridad, no consiste en pegar un buen puñetazo en la mesa (aunque todavía quede alguno apegado a esa creencia).

Hoy, los estilos de liderazgo de mujeres y hombres aspiran a ser democráticos. Se sostienen en valores como la transparencia o la confianza, y se apoyan en actitudes empáticas y respetuosas. O por lo menos lo intentan. Llevamos muchos años invirtiendo en programas de desarrollo que lo fomentan. Pero ¿cuál ha sido el resultado?

Quiero ser justa, de modo que mi primera conclusión es: estamos infinitamente mejor.

En la mayoría de las empresas se observan liderazgos comunicativos y responsables, que mantienen un firme compromiso con su función en la organización.

Sin embargo, algo no termina de encajar.

Hace algunos años, cuando después de muchos proyectos y formaciones, empecé a acompañar a profesionales en procesos de promoción, me di cuenta de que la pieza que fallaba tenía que ver con la antesala del liderazgo: el poder.

Todos hemos sido educados en una sociedad que entiende el poder de una forma muy concreta: el poder es algo que se ejerce sobre los otros. Por eso nos resulta difícil sostener una mentalidad distinta. Según nos han enseñado, el poder consiste en dominar, controlar, o imponer.

Esta mentalidad de dominación ha definido el poder durante siglos. Y aunque queramos desprendernos de ella, no resulta nada fácil.

Podemos cuestionar estas ideas, y nuestros valores probablemente las habrán rechazado, pero vivimos sumergidos en entornos donde el poder como dominación persiste. Lo hemos recibido así desde la infancia. De una forma u otra, nos lo inculcaron: si no fueron nuestros maestros, quizás fueron nuestros abuelos, o nuestros padres, o los padres de nuestros amigos. Nadie crece al margen del sistema.

Por ese motivo, a pesar de nuestra evolución, las creencias han calado, alimentan nuestros prejuicios y temores sobre el poder, y pueden gobernar nuestro estilo de liderazgo en los momentos más inesperados.

Por suerte, la historia nos cuenta (si leemos versiones actualizadas) que el ser humano no siempre vivió así. La mentalidad sobre el poder no siempre fue de dominación ni de fuerza. Hubo un tiempo en que el poder significaba otra cosa: colaboración.

Eso ocurrió cuando el ser humano todavía era nómada. Antes de que los asentamientos estables y el excedente de recursos, nos trajeran el invento de la “propiedad privada”.  Y aunque hoy ese momento nos quede muy lejos, la especie tiene memoria.  Los desequilibrios en el sistema terminan por evidenciarse y la mentalidad de colaboración regresa cíclicamente: cada vez que el ser humano recuerda que la igualdad, la interdependencia o el cuidado mutuo, son garantías de un mundo mucho más justo, mejor balanceado e infinitamente más sabio, para lograr los mejores resultados.

Así pues, esa es la pieza que falla. La mentalidad sobre el poder que la historia del ser humano nos ha legado y que, a pesar de nuestros valores, se activa en los momentos más oscuros: cuando sentimos miedo, cansancio o inseguridad.

Para que podamos de verdad construir liderazgos coherentes, consistentes y dignos, nuestras creencias sobre el poder necesitan ser revisadas, cuestionadas y redefinidas.

No es suficiente con instalarnos en comportamientos aparentemente democráticos. La convicción plena en el poder como colaboración debe acompañarlos. Si eso no sucede, si nuestras creencias heredadas y más profundas continúan sin replantearse, en cualquier momento aparecerá la incoherencia: nos definiremos como profesionales éticos y respetuosos, pero en el instante en que aparezcan tensiones, o lo resultados no salgan, lo que presionará para salir será ese viejo estilo dominante.

Ya sabemos a dónde nos conduce eso. Y creo que hoy, lo que la historia nos dice, es que ha llegado el momento de cambiarlo.

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