Los seres humanos tenemos una capacidad pasmosa para ignorar la realidad. Para fingir que lo que está ante nuestras narices no es, no existe. Hasta cierto punto es un gran recurso frente a la adversidad. Inventamos una realidad diferente, más amable, y nos sumergimos en ella.
Eso sucede, sobre todo, cuando lo que vemos (aunque sea mirando de perfil) no nos gusta.
Creo que lo que ahora estamos viendo venir (o ya ha venido), nos parece, en parte, incómodo, feo o amenazante. Puede que no nos sintamos capaces de manejarnos en estas nuevas circunstancias. Que nos sepamos torpes, sin las habilidades necesarias para sostenernos. Quizás por eso elegimos ignorar. Esa no es la vida que queremos.
No hablo únicamente de cómo enfrentamos los avances tecnológicos, el teletrabajo y demás giros vividos. De eso opinamos constantemente. Hablo de todo lo que se ha movido, fragilizado e incluso roto, en nuestra vida y en el mundo. Hablo del impacto que han tenido en nosotros estos dos años.
Nos hemos esforzado mucho por resistir. Porque esa era la palabra que escuchábamos: “resistir”. Pero resistir, aunque demuestra nuestra enorme resiliencia, no es lo mismo que adaptarse. No es lo mismo que avanzar.
Muchas cosas han cambiado: nuestras relaciones, nuestra comunicación, nuestras decisiones, nuestra planificación o nuestro horizonte. Todo eso y más, ha cambiado. Aparentemente, también nosotros hemos cambiado. Sin embargo, seguimos afrontando los días con la misma mentalidad de siempre: la que dice que el mundo es un lugar previsible.
Desde esa mentalidad, esperamos. Esperamos a que regrese la sensación de seguridad y estabilidad, esperamos a que el horizonte sea nítido. Esperamos. Porque tenemos la esperanza de poder comportarnos como habíamos hecho siempre. Decidir como siempre. Relacionarnos como siempre. Nos hemos quedado anclados. Y lo comprendo. O creo que lo comprendo. Ha sido agotador. Continúa siéndolo. Sentimos cansancio, anhelamos alegría, deseamos calma y certezas. ¿Quién tiene ganas de seguir esforzándose?
Aún así, la realidad continúa ahí, esperándonos a nosotros. No tiene otro lugar al que ir.
Cuando nos atrevamos por fin a mirarla, cuando dejemos de aplazar lo inevitable, habremos abierto la puerta a tres reacciones diferentes: Rechazar, Resignarnos o Aceptar.
Si rechazamos la realidad, nos pelearemos con ella. Estaremos de malhumor. Nos agotaremos pataleando. Pondremos parches y los llamaremos “soluciones”. Creeremos estar batallando para cambiar las cosas, pero me temo que ese es solo un engaño más.
Si nos resignamos, nos rendiremos ante todo lo que no nos gusta. Nos sentiremos frágiles, solos, y vulnerables. Y aunque todo eso es cierto (somos frágiles, dependientes y vulnerables), no puede ser nuestra única mirada. Desde ahí nos sentiremos incapaces de cambiar nada. Nos quedaremos sumisos renunciando a nuestro poder.
Solo si aceptamos la realidad, podremos asumir las pérdidas vividas. Reconocer que algunas cosas no van a regresar. Dejar de esperar. Recuperar la energía y las fuerzas necesarias. Agudizar el ingenio y sumar juntas nuestra creatividad. Enfocar la vida desde otra mentalidad. Una que nos permita responder a lo complejo. Soltar nuestra nostalgia y contribuir con nuestras acciones a que esa realidad, que no nos gusta demasiado, pueda ser mejor.
Chomsky lo dejaba claro hace unos días en una entrevista: “Debemos afrontar el mundo tal y como es y actuar para mejorarlo”. Ignorar, solo aplaza. Nosotros elegimos hasta cuando.