Cuentan Graeber y Wengrow[1] que, durante buena parte de nuestra historia como seres humanos, fuimos fieles a tres libertades:
- La libertad de abandonar la propia comunidad sabiéndonos bienvenidos en otras.
- La libertad de cambiar nuestras estructuras sociales de forma estacional.
- La libertad de desobedecer a las autoridades sin que eso tuviera consecuencias.
Estas tres libertades, entre otras finalidades valiosas, tenían una destacable: mantenían a raya el poder.
Cualquiera que asumiera (transitoriamente) la función de liderar sabía que podía sostenerla porque el grupo le permitía hacerlo. Es más, su poder no era una posesión, sino algo más bien simbólico o incluso ritual. Puro teatro como diría La Lupe.
Quizás hoy nos cueste imaginar esas tres libertades, o quizás nos estemos dando cuenta de que algo se tambalea en nuestro mundo para hacerlas emerger de nuevo.
Sea como sea, quizás haríamos bien en recordar algo que nuestros ancestros entendieron mejor que nosotros:
El poder no es una posesión, sino una concesión temporal y simbólica.
Cuanto más hinchamos nuestros egos en posiciones de poder, más se parecen nuestros liderazgos a ese teatro que cantaba La Lupe. Y eso, señoras y señores, da risa.
[1] El amanecer de todo. Una nueva historia de la humanidad. David Graeber y David Wengrow. Editorial Ariel, 2022.