"Siempre habrá personas con habilidades y subjetividades diferentes, y por lo tanto interrelaciones construidas de distintas maneras, pero la igualdad sólo será un hecho cuando deje de castigarse socialmente a las mujeres o a los hombres que escapan de lo que hasta ahora había sido su formato de género (Levinton 2000b). De ahí que la categoría de género sea necesaria para describir las relaciones de poder que han regido el orden patriarcal, pero no debe emplearse para diseñar una sociedad de iguales.”[1]
Nací en los 70. Soy hija de la transición y tuve la suerte de crecer en una familia donde la igualdad era un valor importante. Recuerdo jugar con mi padre al Scalextric. Competíamos con dos R5 sobre aquella mini pista montada en mi habitación. En una de las paredes colgaba la silueta de Mazinger Z y en una esquina reposaba una Rosaura enorme, una de aquellas muñecas a las que les crecía el pelo si estirabas con ganas. No tomé conciencia de lo que significaba todo eso hasta llegar a la adolescencia. Entonces me di cuenta de que no todas las familias eran iguales. Tardé unos cuantos años más en comprender que mi suerte de familia se basaba, de forma importante, en el esfuerzo de mi madre. Ella enseñó a mi padre a hacer muchas cosas que él jamás había tenido que hacer en casa de mis abuelos.
Durante años el feminismo ha batallado para conquistar un mundo mejor para las mujeres. Ha evidenciado las diferencias y ha reclamado derechos. Y en ese mismo evidenciar, sin pretenderlo, ha entrado en una paradoja inevitable: destacar lo que se pretende eliminar.[2] Ha remarcado la diferencia cuando buscaba la igualdad.
Hoy sigue siendo necesario denunciar discriminaciones por género, pero me pregunto si no habremos llegado a un punto donde quizás necesitemos algo más. Algo diferente. Podemos seguir reclamando derechos en unos contextos, mientras asumimos un enfoque igualitario en otros? ¿Podemos centrarnos en construir modelos que trasciendan el género, aunque todavía existan diferencias injustas?
Creo que es difícil. Se presta a confusión y puede incendiar debates. Sin embargo, en un mundo complejo como el actual, y a pesar del riesgo, me parece algo necesario. Creo que tenemos que asumir esa dificultad y atrevernos a construir un modelo diferente.
De la dominación basada en la diferencia, a la igualdad basada en la contribución
Durante siglos el esquema de poder que ha gobernado el mundo se ha basado en manipular la diferencia entre hombres y mujeres en su propio beneficio. Todavía convivimos con esa mentalidad que distingue entre quienes dominan y quienes se subordinan. Y todos sabemos que género ha ocupado cada posición.
Para construir un modelo de poder diferente al actual necesitamos trascender el género.
Necesitamos ir más allá de un enfoque basado en la desigualdad y empezar a distinguir lo importante: ¿Qué cualidades queremos que lo sostengan? ¿Qué cualidades convertirían el poder en algo digno y justo independientemente de quien lo ejerza? ¿Con qué habilidades podemos contribuir, mujeres y hombres, a ese tipo de poder?
Actualmente se habla mucho del liderazgo femenino. Se ha convertido en un discurso bastante común y entiendo que, en cierto modo, es una reivindicación justa. Busca distinguir capacidades valiosas que “por definición” atribuimos a las mujeres: La sensibilidad, la empatía, el cuidado de las relaciones, …
Durante la pandemia varios artículos mencionaban ese liderazgo femenino. Describían el trabajo de algunas mujeres en posiciones de poder y destacaban su gestión por dos motivos: cómo lo habían hecho y los resultados positivos que habían logrado. Sin embargo, como afirma Judith Lober,[3] “cuando se ahondó en los datos sobre el liderazgo de las mujeres, se vio que lo que había influido en los resultados de la pandemia no había sido el género, sino el estilo de liderazgo. Los líderes que mostraron empatía y seguridad generaron más cumplimiento con el confinamiento y el uso de las mascarillas, lo que permitió reducir el número de contagios y de fallecimientos”.
Esto no significa que esas mujeres no hicieran un gran trabajo. Significa que las cualidades en las que destacaron como líderes no son exclusivamente femeninas, ni destacan en ellas todas las mujeres. Si traigo este ejemplo, es porque muchas veces me parece intuir en esos discursos sobre el liderazgo femenino una voluntad (no se si velada o deliberada) de pretendernos mejores. Como si el género femenino fuera algo biológico que trae de serie capacidades superiores y exclusivas. Y aunque puedo compartir el enfado de muchas mujeres ante la superioridad sistemática que la sociedad atribuye a los hombres, no comparto la fórmula de rebatirlo con el enfoque inverso. Nosotras no somos mejores que ellos, tampoco ellos son mejores que nosotras.
Sin embargo, ambos podemos ser increíbles si nos concentramos en cultivar las cualidades que tenemos. Si nos proponemos contribuir con ellas en la construcción de un poder compartido y respetuoso, que nos haga igualmente libres en lugar de igualmente sometidos[4]. Un poder que nos dignifique como seres humanos. Podemos empezar hoy mismo, en cuanto lleguemos a casa. En palabras de Almudena Hernando: “Sólo cuando no se participa de relaciones de poder en la vida personal se está luchando realmente por un destino diferente para todo el grupo”[1].
[1] La fantasía de la individualidad. Sobre la construcción sociohistórica del sujeto moderno. Almudena Hernando, Traficantes de sueños, 2022.
[2] Judith Lober en La nueva paradoja del género (pág. 127)
[3] La nueva paradoja del género. Fragmentación y persistencia de lo binario. Judith Lober. Editorial Paidós, 2023.
[4] El amanecer de todo. Una nueva historia de la humanidad. David Graeber y David Wengrow. Ed. Ariel, 2022.